De aquellos Barros…. Sergio Perela

No eran de barro, sino de cemento, las pistas en las que aprendí las bases del baloncesto. De forma absolutamente casual. Tenía estatura para mi edad y mi mejor amigo del momento se había metido en el equipo del colegio. Ocho o nueve años tendría, porque sí recuerdo que estábamos en 5º de EGB. También os recuerdo a todos, maestros alfareros que en lugar de arcilla trabajásteis el barro para hacerlo sólido e impedir que haya nunca derivado en lodo.

Mi primer entrenador fue un hermano Marista con más parecido a la pelota que a cualquier jugador de baloncesto. Teófilo, chaleco marrón ceñido y boina calada, tenía las manos enormes y la voz poderosa. Se ponía rojo de ira cada vez que fallaba un tiro, lo cual es lo mismo que decir que cada vez que tiraba; y llevó su celo hasta tal punto que llegaba a arquear mi espalda sobre la suya mientras me estiraba bien los brazos, como si el hecho de que a mí se me encogiese el brazo fuera una cuestión física.

Luego llegó Jesús, Chuchi para todos hasta día de hoy. Su paciencia era infinita conmigo porque descubrió lo mismo que en el instituto llegó a descubrir una buenísima profesora de matemáticas. Mi problema no eran ni las matemáticas en sí ni el baloncesto. Era una cuestión de concepto, de aptitudes. Quizá por eso se dedicó a darme otras armas: mucha técnica individual con dos o tres movimientos básicos que me sirvieran para defenderme, además de hacerme ver de alguna manera que mi única posibilidad estaba en la pelea, en no desfallecer, en ser el más constante de todos los que estuvieran en cancha. También me lo hizo ver con su propio ejemplo: estudiaba Derecho, nos entrenaba y se pagaba los gastos y algo de la carrera echando extras siempre que podía. El esfuerzo era innegociable.

Con los Maristas, en Segovia, ganamos un par de veces la competición provincial y el premio era irnos a Soria para entrenar y convivir con el resto de campeones. Aquella experiencia fue básica. Allí uno iba hecho un crío y llegaban los de Valladolid o León, barba incipiente, cuerpos mucho más hechos y estaturas inalcanzables para nosotros. No me cabe la menor duda de que técnicamente era el peor de todos los jugadores que allí nos citamos, en la Residencia Antonio Machado. Jamás podré olvidar la sensación que tuve al subir a recoger el premio que los entrenadores me daban el último día: el del esfuerzo.

La pubertad se la repartieron entre dos hermanos: Segis y Cristian. Sobre todo el segundo era discípulo de una escuela que hizo muchísimo por el baloncesto segoviano, la de Andrés Rodríguez. Aquel tipo barbado, grande y gordo, te hacía entenderlo todo con aquella voz penetrante, meliflua, con la que seguramente también conseguía la financiación para ciertas cosas que nunca quise saber si pertenecían al baloncesto o a otros ámbitos. Él primero y Cristian luego insertaron en mi disco duro todos los movimientos que hoy tal vez hasta he olvidado que sé ejecutar, pero que se han quedado para siempre en un apartado de mi cerebro.

Eran duros. No nos permitían jugar con camisetas debajo de la de tirantes del equipo, ni siquiera en canchas al aire libre a las nueve de la mañana del invierno segoviano y con los aros cubiertos de nieve. Nos gritaban, nos llevaban hasta el extremo que ni siquiera nosotros conocíamos. Y no pasó nada. No hubo traumas de ningún tipo, aunque claro está que ir creciendo, ir perdiendo minutos en virtud de tus compañeros, siempre mejores; te mina. Y dejé el baloncesto y me fui a jugar al fútbol, ya con 14 ó 15 años. Allí constaté exactamente lo mismo: que sólo podría jugar si era el que más y mejor entrenaba, el que más y mejor corría y el que más se esforzaba.

No pasé demasiado alejado de las canchas. De hecho, a día de hoy sigo siendo esclavo de esa media hora previa al partido en la que te ajustas las zapatillas, te ríes con los compañeros; del sudor que va proliferando en la rueda de calentamiento; del golpe de adrenalina controlada cuando consigues una canasta. Al final, fue allí y gracias a estos maestros, donde aprendí a vivir. Porque toda la vida he tirado de los mismo: talento justo, movimientos técnicos básicos y mucho trabajo, mucha herida en la rodilla, para quitarle un rebote al rival, siempre más alto, y ganarme unos minutos más en la pista.

Sergio Perela:

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Twitter: @sperela

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